OBEDIENCIA: IMPRESIONANTES EXPERIMENTOS PSICOLÓGICOS


El experimento de Milgram
 

Este fue un experimento de psicología social llevado a cabo por  Stanley Milgram, psicólogo en la Universidad de Yale en 1963. El fin de la prueba era medir la buena voluntad de un participante a obedecer las órdenes de una autoridad cuando éstas puedan entrar en conflicto con su conciencia personal.


El investigador (V) persuade al participante (L) para que dé lo que éste cree son descargas eléctricas dolorosas a otro sujeto (S), el cual es un actor que simula recibirlas. Muchos participantes continuaron dando descargas a pesar de las súplicas del actor para que no lo hiciesen.

Los experimentos comenzaron en julio de 1961, tres meses después de que Adolf Eichman fuera juzgado y sentenciado a muerte en Jerusalén por crímenes contra la humanidad durante el régimen nazi en Alemania. Milgram ideó estos experimentos para responder a la pregunta: ¿Podría ser que Eichmann y su millón de cómplices en el Holocausto sólo estuvieran siguiendo órdenes? ¿Podríamos llamarlos a todos cómplices?


Milgram resumiría el experimento en su artículo "Los peligros de la obediencia" en 1974 escribiendo:


Monté un simple experimento en la Universidad de Yale para probar cuánto dolor infligiría un ciudadano corriente a otra persona simplemente porque se lo pedían para un experimento científico. La férrea autoridad se impuso a los fuertes imperativos morales de los sujetos (participantes) de lastimar a otros y, con los gritos de las víctimas sonando en los oídos de los sujetos (participantes), la autoridad subyugaba con mayor frecuencia. La extrema buena voluntad de los adultos de aceptar casi cualquier requerimiento ordenado por la autoridad constituye el principal descubrimiento del estudio.


A través de anuncios en un periódico de New Haven (Connecticut) se reclamaban voluntarios para participar en un ensayo relativo al "estudio de la memoria y el aprendizaje", por lo que se les pagaba cuatro dólares (equivalente a 28 dólares actuales) más dietas. A los voluntarios que se presentaron se les ocultó que en realidad iban a participar en un investigación sobre la obediencia a la autoridad. Los participantes eran personas de entre 20 y 50 años de edad de todo tipo de educación: desde los que acababan de salir de la escuela primaria a participantes con doctorados.

El experimento requiere tres personas: El experimentador (el investigador de la universidad), el "maestro" (el voluntario que leyó el anuncio en el periódico) y el "alumno" (un cómplice del experimentador que se hace pasar por participante en el experimento). El experimentador le explica al participante que tiene que hacer de maestro, y tiene que castigar con descargas eléctricas al alumno cada vez que falle una pregunta.

A continuación, cada uno de los dos participantes escoge un papel de una caja que determinará su rol en el experimento. El cómplice toma su papel y dice haber sido designado como "alumno". El participante voluntario toma el suyo y ve que dice "maestro". En realidad en ambos papeles ponía "maestro" y así se consigue que el voluntario con quien se va a experimentar reciba forzosamente el papel de "maestro".

Separado por un módulo de vidrio del "maestro", el "alumno" se sienta en una especie de silla eléctrica y se le ata para "impedir un movimiento excesivo". Se le colocan unos electrodos en su cuerpo con crema "para evitar quemaduras" y se señala que las descargas pueden llegar a ser extremadamente dolorosas pero que no provocarán daños irreversibles. Todo esto lo observa el participante.

Se comienza dando tanto al "maestro" como al "alumno" una descarga real de 45 voltios con el fin de que el "maestro" compruebe el dolor del castigo y la sensación desagradable que recibirá su "alumno". Seguidamente el investigador, sentado en el mismo módulo en el que se encuentra el "maestro", proporciona al "maestro" una lista con pares de palabras que ha de enseñar al "alumno". El "maestro" comienza leyendo la lista a éste y tras finalizar le leerá únicamente la primera mitad de los pares de palabras dando al "alumno" cuatro posibles respuestas para cada una de ellas. Éste indicará cuál de estas palabras corresponde con su par leída presionando un botón (del 1 al 4 en función de cuál cree que es la correcta). Si la respuesta es errónea, el "alumno" recibirá del "maestro" una primera descarga de 15 voltios que irá aumentando en intensidad hasta los 30 niveles de descarga existentes, es decir, 450 voltios. Si es correcta, se pasará a la palabra siguiente.

El "maestro" cree que está dando descargas al "alumno" cuando en realidad todo es una simulación. El "alumno" ha sido previamente aleccionado por el investigador para que vaya simulando los efectos de las sucesivas descargas. Así, a medida que el nivel de descarga aumenta, el "alumno" comienza a golpear en el vidrio que lo separa del "maestro" y se queja de su condición de enfermo del corazón, luego aullará de dolor, pedirá el fin del experimento, y finalmente, al alcanzarse los 270 voltios, gritará de agonía. Lo que el participante escucha es en realidad un grabación de gemidos y gritos de dolor. Si el nivel de supuesto dolor alcanza los 300 voltios, el "alumno" dejará de responder a las preguntas y se producirán estertores previos al coma.

Por lo general, cuando los "maestros" alcanzaban los 75 voltios, se ponían nerviosos ante las quejas de dolor de sus "alumnos" y deseaban parar el experimento, pero la férrea autoridad del investigador les hacía continuar. Al llegar a los 135 voltios, muchos de los "maestros" se detenían y se preguntaban el propósito del experimento. Cierto número continuaba asegurando que ellos no se hacían responsables de las posibles consecuencias. Algunos participantes incluso comenzaban a reír nerviosos al oír los gritos de dolor provenientes de su "alumno".

Si el "maestro" expresaba al investigador su deseo de no continuar, éste le indicaba imperativamente y según el grado:

  • Continúe, por favor.
  • El experimento requiere que usted continúe.
  • Es absolutamente esencial que usted continúe.
  • Usted no tiene opción alguna. Debe continuar.

Si después de esta última frase el "maestro" se negaba a continuar, se paraba el experimento. Si no, se detenía después de que hubiera administrado el máximo de 450 voltios tres veces seguidas.

En el experimento original, el 65% de los participantes (26 de 40) aplicaron la descarga de 450 voltios, aunque muchos se sentían incómodos al hacerlo. Todo el mundo paró en cierto punto y cuestionó el experimento, algunos incluso dijeron que devolverían el dinero que les habían pagado. Ningún participante se negó rotundamente a aplicar más descargas antes de alcanzar los 300 voltios.

A primera vista, la conducta de los participantes no revelaba tal grado de sadismo, ya que se mostraban preocupados por su propia conducta. Todos se mostraban nerviosos y preocupados por el cariz que estaba tomando la situación y, al enterarse de que en realidad la cobaya humana no era más que un actor y que no le habían hecho daño, suspiraban aliviados.

La mayoría de los científicos modernos considerarían el experimento hoy inmoral, aunque dio lugar a valiosos estudios sobre la psicología humana.


El experimento de la cárcel de Stanford


Se trata de un conocido estudio psicológico de la respuesta humana a la cautividad, en particular a las circunstancias reales de la vida en prisión y los efectos de los roles sociales impuestos en la conducta. Fue llevado a cabo en 1971 por un equipo de investigadores liderado por Philip Zimbardo de la Universidad de Stanford. Se reclutaron voluntarios que desempeñarían los roles de guardias y prisioneros en una prisión ficticia. Sin embargo, el experimento se les fue pronto de las manos y se canceló en la primera semana.


El estudio fue subvencionado por la Armada de EEUU, que buscaba una explicación a los conflictos en su sistema de prisiones y en el del Cuerpo de Marines de EEUU.

Los participantes fueron reclutados por medio de anuncios en los diarios y la oferta de una paga de 15 dólares diarios por participar en la “simulación de una prisión”. De los 70 que respondieron al anuncio, Zimbardo y su equipo seleccionaron a los 24 que estimaron más saludables y estables psicológicamente. Los participantes eran predominantemente blancos, jóvenes y de clase media. Todos eran estudiantes universitarios.

El grupo de 24 jóvenes fue dividido aleatoriamente en dos mitades: los “prisioneros” y los “guardias”. Más tarde los prisioneros dirían que los guardias habían sido elegidos por tener la complexión física más robusta, aunque en realidad se les asignó el papel mediante el lanzamiento de una moneda y no había diferencias objetivas de estatura o complexión entre los dos grupos.

La prisión fue instalada en el sótano del departamento de psicología de Stanford, que había sido acondicionado como cárcel ficticia. Un investigador asistente sería el “alcaide” y Zimbardo el “superintendente”.

Los guardias recibieron porras y uniformes caqui de inspiración militar, que habían escogido ellos mismos en un almacén militar. También se les proporcionaron gafas de espejo para impedir el contacto. Los guardias trabajarían en turnos y volverían a casa durante las horas libres, aunque durante el experimento muchos se prestaron voluntarios para hacer horas extra sin paga adicional.

Los prisioneros debían vestir sólo batas de muselina (sin ropa interior) y sandalias con tacones de goma, que Zimbardo escogió para forzarles a adoptar “posturas corporales no familiares” y contribuir a su incomodidad para provocar la desorientación. Se les designaría por números en lugar de por sus nombres. Estos números estaban cosidos a sus uniformes. Además debían llevar medias de nylon en la cabeza para simular que tenían las cabezas rapadas, a semejanza de los reclutas en entrenamiento. Además, llevarían una pequeña cadena alrededor de sus tobillos como “recordatorio constante” de su encarcelamiento y opresión.

El día anterior al experimento, los guardias asistieron a una breve reunión de orientación, pero no se les proporcionaron otras reglas explícitas aparte de la prohibición de ejercer la violencia física. Se les dijo que era su responsabilidad dirigir la prisión, lo que podían hacer de la forma que creyesen más conveniente.

Zimbardo transmitió las siguientes instrucciones a los “guardias”:


Podéis producir en los prisioneros que sientan aburrimiento, miedo hasta cierto punto, podéis crear una noción de arbitrariedad y de que su vida está totalmente controlada por nosotros, por el sistema, vosotros, yo, y de que no tendrán privacidad... Vamos a despojarles de su individualidad de varias formas. En general todo esto conduce a un sentimiento de impotencia. Es decir, en esta situación tendremos todo el poder y ellos no tendrán ninguno.

A los participantes habían sido seleccionados para desempeñar el papel de prisioneros se les dijo simplemente que esperasen en sus casas a que se les “visitase” el día que empezase el experimento. Sin previo aviso fueron “imputados” por robo  a mano armada y arrestados por policías reales que cooperaron en esta parte del experimento.

Los prisioneros pasaron un procedimiento completo de detención por la policía, incluyendo la toma de huellas dactilares, que se les tomara una fotografía para ser fichados y se les leyeran sus derechos Miranda. Tras este proceso fueron trasladados a la prisión ficticia, donde fueron inspeccionados desnudos, “despiojados” y se dieron sus nuevas identidades.

El experimento se descontroló rápidamente. Los prisioneros sufrieron—y aceptaron— un tratamiento sádico y humillante a manos de los guardias, y al final muchos mostraban graves trastornos emocionales.

Tras un primer día relativamente anodino, el segundo día se desató un motín. Los guardias se prestaron como voluntarios para hacer horas extras y disolver la revuelta, atacando a los prisioneros con extintores sin la supervisión directa del equipo investigador. A partir de este momento, los guardias trataron de dividir a los prisioneros y enfrentarlos situándolos en bloques de celdas "buenos" y "malos", para hacerles creer que había "informantes" entre ellos. Esta treta fue muy efectiva, pues no se volvieron a producir rebeliones a gran escala. De acuerdo con los consejeros de Zimbardo, esta táctica había sido empleada con éxito también en prisiones reales estadounidenses.

Los "recuentos" de prisioneros, que habían sido ideados inicialmente para ayudar a los prisioneros a familiarizarse con sus números identificativos, evolucionaron hacia experiencias traumáticas en las que los guardias atormentaban a los prisioneros y les imponían castigos físicos, que incluían ejercicios forzados.

Se abandonaron rápidamente la higiene y la hospitalidad. El derecho de ir al lavabo pasó a ser un privilegio que podía (como frecuentemente ocurría) ser denegado. Se obligó a algunos prisioneros a limpiar retretes con sus manos desnudas. Se retiraron los colchones de las celdas de los "malos" y también se forzó a los prisioneros a dormir desnudos en el suelo de hormigón. La comida también era negada frecuentemente como medida de castigo. También se les obligó a ir desnudos y a llevar a cabo actos homosexuales como humillación.

El propio Zimbardo ha citado su propia implicación creciente en el experimento, que guió y en el que participó activamente. En el cuarto día, él y los guardias reaccionaron ante el rumor de un plan de huida intentando trasladar el experimento a un bloque de celdas reales en el departamento local de policía porque era más "seguro". La policía rechazó su petición y Zimbardo recuerda haberse enfadado y disgustado por la falta de cooperación de la policía.

A medida que el experimento evolucionó, muchos de los guardias incrementaron su sadismo—particularmente por la noche, cuando pensaban que las cámaras estaban apagadas. Los investigadores vieron a aproximadamente un tercio de los guardias mostrando tendencias sádicas "genuinas". Muchos de los guardias se enfadaron cuando el experimento fue cancelado.

Un argumento que empleó Zimbardo para apoyar su tesis de que los participantes habían internalizado sus papeles fue que, cuando se les ofreció la "libertad condicional" a cambio de toda su paga, la mayoría de los prisioneros aceptó el trato. Pero cuando su libertad condicional fue "rechazada", ninguno abandonó el experimento. Zimbardo afirma que no tenían ninguna razón para seguir participando si eran capaces de rechazar su compensación material para abandonar la prisión.

Los prisioneros empezaron a mostrar desórdenes emocionales agudos. Un prisionero desarrolló un sarpullido psicosomático en todo su cuerpo al enterarse de que su "libertad condicional" había sido rechazada (Zimbardo la rechazó porque pensaba que trataba de un ardid para que le sacaran de la prisión). Los llantos y el pensamiento desorganizado se volvieron comunes entre los prisioneros. Dos de ellos sufrieron traumas tan severos que se les retiró del experimento y fueron reemplazados.

Uno de los prisioneros de reemplazo, el Prisionero número 416, quedó horrorizado por el tratamiento de los guardias y emprendió una huelga de hambre. Se le recluyó en confinamiento en un pequeño compartimento durante tres horas, en las que le obligaron a sostener las salchichas que había rechazado comer. El resto de los prisioneros lo vieron como un alborotador que buscaba causar problemas. Para explotar este aspecto los guardias les ofrecieron dos alternativas: podían o bien entregar sus mantas o dejar al Prisionero número 416 en confinamiento solitario durante toda la noche. Los prisioneros escogieron conservar sus mantas. Posteriormente Zimbardo intervino para hacer que 416 volviera a su celda.

Zimbardo decidió terminar el experimento prematuramente cuando Christina Maslach, una estudiante de posgrado no familiarizada con el experimento, objetó que la "prisión" mostraba unas pésimas condiciones, tras ser introducida para realizar entrevistas. Zimbardo se percató de que, de las más de cincuenta personas externas al experimento que habían visto la prisión, ella fue la única que cuestionó su moralidad. Tras apenas seis días, ocho antes de lo previsto, el experimento fue cancelado.

Muchos creyeron que fue la situación la que provocó la conducta de los participantes y no sus personalidades individuales. De esta forma sería compatible con los resultados del experimento de Milgram.

Algunos de los críticos al experimento argumentan que los participantes basaban su conducta en cómo se esperaba que se comportasen o que la modelaron de acuerdo con estereotipos que ya tenían sobre prisioneros y guardias. En otras palabras, los participantes realizaban un mero juego de rol. Como respuesta, Zimbardo declaró que incluso aunque inicialmente pudiera haber sido un juego de rol, los participantes internalizaron sus papeles a medida que el experimento continuó.

2 comentarios:

  1. Cada dia me sorprende mas la capacidad del ser humano para ser el mayor enemigo de si mismo

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  2. Dios mío, me he quedado alucinada. Pero a qué tipo de persona se le puede ocurrir hacer ese tipo de investigaciones???. Definitivamente el ser humano es el peor animal sobre la tierra.

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